jueves, junio 12, 2008

El monstruo en el espejo



Por: Santiago Roncagliolo/ Especial para El Espectador

Este miércoles se reanuda el juicio contra Fujimori. El ex presidente peruano Alberto Fujimori enfrenta un juicio por homicidio y secuestro. Cuando se sentó en el banquillo, por primera vez, el ex mandatario entró sonriente. Ahora se cae a pedazos.
Alberto Fujimori, presidente de Perú entre los años 1990 y 2000, es acusado de perpetrar las masacres de Barrios Altos y La Cantuta. Del hombre fuerte de otros tiempos, no queda nada.

El 3 de noviembre de 1991, a las 22:30, una camioneta negra con cristales opacos estacionó frente a una casa en Barrios Altos, Lima, a sólo treinta metros de la Dirección de Inteligencia de la Policía Nacional. Alrededor de ocho encapuchados bajaron del vehículo y se dirigieron a una fiesta que se celebraba en un primer piso. Llevaban pistolas y ametralladoras. Mientras cruzaban la calle, un niño les preguntó quiénes eran. Uno de ellos respondió: “somos la orquesta”.

Segundos después, los encapuchados tumbaron la puerta del inmueble a culatazos y patadas. Uno de los invitados a la fiesta, Manuel Isaías, de 33 años, se adelantó a preguntar qué ocurría. La primera ráfaga lo alcanzó en el pecho. Aterrado, su hijo de ocho años se abrazó a él. La segunda ráfaga acabó con el niño. El resto fue sólo pólvora y explosiones, y no duró más de cinco minutos. Murieron quince personas y fueron heridas cinco más. 133 casquillos de bala quedaron regados por el suelo. El capitán del grupo, Santiago Martín Rivas, increpó a uno de sus hombres por la muerte del niño. El asesino respondió: “El jefe ha dicho que no queden huellas”.

El fiscal del proceso que se realiza desde diciembre en una sala penal especial trata de demostrar que “el jefe” era en última instancia el propio presidente de la República, Alberto Fujimori. O al menos, que la masacre de Barrios Altos formaba parte de una estrategia contrasubversiva planeada, aprobada e incluso premiada desde el palacio de gobierno. La evidencia es aplastante. Los autores materiales de las muertes eran militares y entrenaron para sus sanguinarias misiones en instalaciones castrenses. Sus acciones fueron cubiertas por la prensa, y aún así, Fujimori firmó personalmente una felicitación para ellos en 1992. Más adelante, en 1994, el gobierno aprobó una ley que trasladaba al fuero militar los procesos contra el escuadrón de la muerte. Y en 1995, los asesinos gozaron de una amnistía.

Contra la demoledora acusación, la defensa es sorprendentemente débil. El ex presidente argumenta que firmó la felicitación sin leerla, que no leyó los medios de prensa que publicaron la información, o no “reparé en ese aspecto”, que el jefe de Inteligencia Vladimiro Montesinos nunca le comentó lo que ocurría y que él no sabía nada de lo que hacían los militares, quienes no le hablaban por ser japonés. De todo ello, la prueba más sólida que sus abogados han esgrimido es una copia de su primer programa electoral que propone privilegiar las acciones no militares sobre las militares. En realidad, para sostener su alegato, más que un documento oficial, necesitaría un certificado psiquiátrico de autismo.

El derrumbe de Fujimori

Conforme se derrumba la defensa legal, también se viene abajo la salud del ex presidente. Otrora sonriente y seguro de sí, Fujimori inauguró las sesiones del proceso con un ataque de hipertensión, y continuó con problemas de narcolepsia, molestias en las piernas que le impiden usar calcetines, una gastroenterocolitis y una leucoplasia en la lengua. Sus críticos sospechan que sólo maniobra para retrasar una sentencia en la que podrían caerle treinta años (aparte de los seis que ya figuran en su cuenta y los que le esperan en otros cinco procesos por corrupción). Pero todo parece indicar que simplemente el ex presidente se está cayendo a pedazos.